por Télam
Cuenta la historia de "La forma del agua", que en 1963, durante la Guerra Fría, una mujer joven sin mayor atractivo convencional y muda, pero no sorda, que vive en una habitación del gran ático de un cine, junto al departamento de un veterano dibujante publicitario, sus carteles, sus tableros, sus gatos y su pasado.
Elisa Espósito, una mujer solitaria, que día a día quita la hoja un almanaque de taco en cuyo reverso hay un pensamiento, trabaja como ordenanza en un laboratorio científico secreto del ejército estadounidense, donde se amasa un plan acerca de algo escondido dentro de una enorme pecera blindada.
Allí, en ese subsuelo con paredes de grueso hormigón, puertas inviolables, cámaras de seguridad y alarmas, mora un ser anfibio, amazónico y bastante antropomorfo, de gran estatura, que se comunica con gemidos, vive sumergido y encadenado, y por lo que se muestra puede ser muy agresivo.
Así y todo, accidentalmente tienta a esta joven naif que sin miedo se le acerca, intenta comunicarse con él gestualmente, le ofrece un huevo duro, y le hace escuchar a Benny Goodman con un viejo tocadiscos de 33 rpm, porque, cuenta la leyenda, "la música calma a las fieras".
Como en toda historia de bella y bestia habrá amor transgresor, con cómplices y villanos, los mismos militares impulsados por la guerra fría y los espías soviéticos que quieren eliminar a este ser que por suerte no se les parece, y sin imaginar que ya tiene aliados dispuestos a jugarse por el amor que Elisa profesa por su príncipe azul homoreptil, que puede darle sentido a su vida.
En toda esta fantasía que Del Toro invita a recorrer al espectador se recorta su gran amor por el cine de todos los tiempos, tanto en cuestión de lenguaje como en su singularidad visual, y eso le permite, por fin, deslumbrar sin desbordar, no caer en el efecto por el efecto, como ocurre con frecuencia en los últimos tiempos.