25/04/2024 - Edición Nº2954

Politica

Punto de vista

Ese gran problema llamado norma

22/03/2020 | El hombre desde que es conocido como ese ser pensante, ha necesitado creer en algo o en alguien, que de algún modo encause por medio de reglas o creencias sus conductas individuales y sociales. Esa creencia siempre ha emanado del hombre mismo y de su capacidad de imaginar, de crear y de creer. Inicialmente fue el Dios fuego, o el trueno, o la lluvia; más adelante fueron varias las deidades que “existían” en el imaginario colectivo de aquel hombre primitivo, cada una de las cuales tenía una función distinta. Si aquel hombre necesitaba que sus sembrados crezcan, hacía ofrendas a un determinado Dios, y si deseaba la llegada de un nuevo hijo, lo hacía a otro Dios.


por Cipriano Unanue


La evolución del hombre como ser social que se relacionaba constantemente con otros hombres también sociales, lo hizo intercambiar creencias y conductas, ya sea individuales como colectivas, y lo más importante aún, le permitió aprehender de sus pares, de otras especies y de la naturaleza misma.

Así a lo largo de miles de años, el hombre ha modificado cientos de miles de conductas, de formas de relacionarse y de transmitir el conocimiento, pero nunca dejo de imaginar, de creer y de crear. Nunca dejo de imaginarse mejor, de creer en uno o varios dioses y de crear formas de organización social.

A fines del Siglo XVIII la estructura social europea impuesta en su mayoría por monarquías, esa vieja (y actual) forma de estado-religión, comenzó a decaer gracias a los grandes pensadores que imaginaron a un hombre más libre y a un estado que organice a la sociedad de otra manera. Esta nueva forma rápidamente se expandió por nuestro territorio y desencadenó, años más tarde una revolución de nuestros antepasados que dieron origen a las Provincias Unidas del Río de la Plata.

La constitución nacional sancionada en 1853 por la Confederación Argentina no contemplaba al Estado de Buenos Aires, que por entonces funcionaba como un estado autónomo e independiente a la Confederación. En 1860 la Confederación y Buenos Aires, dejando atrás varias batallas (sobre todo comerciales) derramamiento de sangre, antinomias obsoletas y por sobre todo viejos tratados y pactos, pasa a integrar y da nacimiento a la República Argentina.

Quizás ese fue, el gran primer paso para lo que sería, a lo largo de nuestra rica historia nacional, una serie de violaciones, derogaciones,  modificaciones y “vistas gordas” a la ley en general. Claro está que cuando me refiero a “ley”, lo hago en alusión a cualquier norma legal que se aplica a la generalidad de los ciudadanos a lo largo de todo el territorio. Si Ud. mejor lo prefiere, Constitución, ley, tratado, resolución, disposición, ordenanza, reglamento, etc., etc., etc.

Así es como los argentinos nos hemos encariñado a lo largo de la historia con nuestras evasiones legales, con nuestras avivadas criollas o nuestras agachadas, que en general siempre tenían o tienen un mismo adversario: la autoridad.

Esa palabra que los anarquistas borraron de su diccionario, que los amigos de la izquierda desean combatir, que a los del centro no les hace meya y que los de derecha escuchan como una sinfonía de Beethoven. Claro que sin importar el pensamiento político o la ideología de cada uno, la autoridad es aquel “ente” que con sus aciertos y errores, da un orden a las cosas y a la vida en general de aquellos que se encuentran bajo su órbita. 

Esa autoridad tiene como razón de ser y fundamento principal la creencia de parte de todos de que hará, por intermedio de una delegación de derechos que todos hacemos, lo que nos beneficie de manera colectiva. Además cuenta con el uso de distintos medios de persuasión, con la aplicación de sanciones para quienes la desobedecen y de premios para quienes la acatan.

Hasta aca es un simplísimo raconto de cómo se ha dado nuestro orden social. El problema surge en nuestra querida república cuando las autoridades comienzan a quitar lentamente los castigos para quienes la desobedecen, delinquen o esquivan la normativa, cuando no premian a quienes cumplen, cuando hacen ver al uso de la fuerza como una manera de reprimir a los ciudadanos que se levantan contra ella misma, es decir, cuando deja de haber equidad en contraposición de la igualdad.

La respuesta cae de madura. Los ciudadanos empezamos a ver que el orden social, ya no es tal. Vemos que aquel que cumple y aquel que incumple tienen exactamente los mismos beneficios y castigos, que no hay diferencia entre respetar la autoridad y entre enfrentarla. Es decir, donde sea cual sea la acción, para esa autoridad, será exactamente lo mismo.

Y aquí es donde quiero llegar. Cómo le podemos pedir a un pueblo que cumpla con una normativa de salud pública o la que fuere, si tenemos sobre la espalda 166 años de incumplimientos, de agachadas y de avivadas. Cómo le pedimos a un vecino que cumpla la norma emanada por la autoridad, si es la misma autoridad la que no predica con el ejemplo y es la primera en incumplirla. En definitiva, cuál es la legitimidad de la autoridad para hacer valer su imperium, si el paso del tiempo indica que ya no lo tiene.

En esta ocasión particular desconocemos a quién tenemos enfrente, ni sus características o debilidades, ni como evadirnos definitivamente de su poder de destrucción y muerte. Solo sabemos que debemos esperar, ser responsables y cuidarnos a nosotros mismos porque la autoridad no puede hacerlo. No porque no quiera, sino porque tampoco tiene precisiones de cómo enfrentarla de manera definitiva y porque nosotros, los ciudadanos, no estamos dispuestos a respetarla. No estamos preparados para obedecer la orden de una autoridad porque no nos enseñaron eso, nos han enseñado a desobedecerla, porque la desobediencia no tiene consecuencias.

Es una bella oportunidad para que el orden social impuesto por la autoridad de manera definitiva y para mejor. Para que los ciudadanos entendamos, muerte de por medio, que la desobediencia tiene consecuencias individuales y colectivas. Creer en un bien común público deberá dejar de ser una utopía.

Es en momentos como este en los que los ciudadanos debemos empezar a preguntarnos a nosotros mismos si vale tanto la pena la rebeldía por la rebeldía misma, si vale la pena la pelea o el orgullo por tal o cual cosa. Ya no somos una Nación adolescente que se ocupa más de esas cosas que de lo realmente importante. Somos una nación que debe asumir responsabilidades por los que están y por los que vendrán. Estamos a tiempo y tenemos la responsabilidad de manera colectiva de imaginar que podemos ser diferentes pero mejores, que podemos creer en una sociedad que se quiera a sí misma y al prójimo y de crear un estado de bienestar en el que todos respetemos la autoridad, porque es ella quien primero nos respeta.-

* Cipriano Unanue - Abogado
25 de Mayo