por Jorge Joury *
Los rumores más fuertes dan cuenta que en la última semana hubo una charla de 4 horas entre ambos, donde CFK hizo fuertes recriminaciones sobre la gestión de gobierno. Cristina asumió que es tiempo de un recambio en el Gabinete Nacional. Ya lo conversó con Máximo y Eduardo “Wado” de Pedro, y habría trazado una estrategia basada en la cautela política.
A lo largo del último mes, el perfil del Jefe de Estado registró un descenso preocupante, cercano a los 28 puntos desde la última semana de marzo hasta mediados de septiembre. Así quedó evidenciado en la secuencia de mediciones realizadas por la consultora Synopsis. Según estos datos, el Presidente, al poco tiempo de haber anunciado la cuarentena para hacer frente al coronavirus, había alcanzado una imagen positiva, con apertura de punto medio, del 69,2% y hoy esta solo se ubica en el 41,4%. Su imagen negativa, en igual período, pasó del 28,8% al 56,1%.
Los números de la consultora Giacobbe y Asociados también son una cachetada para el oficialismo. Por primera vez desde que le ganó las elecciones del año pasado, Alberto Fernández pierde contra Mauricio Macri en un rubro sensible, el de la imagen negativa. Según esa medición, en base a 2500 encuestados a nivel nacional, la figura del Presidente tiene una desaprobación del 55 por ciento, contra el 48,7 de su rival. Para traducirlo a términos políticos, esa es la cantidad de ciudadanos que no los votarían.
El avance de CFK ha sido notorio en los últimos tiempos. Quedó de manifiesto en el desplazamiento de tres magistrados como Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y Germán Castelli, involucrados en la investigación de causas judiciales sobre corrupción de la era kirchnerista. Cristina también logró paralizar otras causas, consiguió que la gran mayoría de los exfuncionarios y empresarios ligados a ella que estaban detenidos fueran excarcelados y ganó espacios de poder en la administración gubernamental, que suponen el manejo de grandes recursos económicos, tales como la Anses, el PAMI y el Ministerio de Desarrollo Social bonaerense.
Otro de los factores que inciden en el desgaste de la imagen presidencial es haberle quitado recursos a la Ciudad de Buenos Aires para transferirlos a la Provincia. La conclusión a la que llega la mayoría de la gente es que, más que un acto de justicia respecto al dinero de la coparticipación que le toca a cada parte, la acción de la Casa Rosada resulta un acto de agresión a un dirigente como Horacio Rodríguez Larreta, cuya proyección nacional comienza a tomar forma de liderazgo dentro de la oposición.
El reciente conflicto policial en la provincia de Buenos Aires y los recurrentes banderazos contra la impunidad también han golpeado la imagen de Alberto Fernández. Como señala el analista Rosendo Fraga, la experiencia argentina, desde 1983 hasta nuestros días, muestra que perder el control de la calle implica para un gobierno la pérdida del poder en forma total o parcial. "El episodio bonaerense fue el emergente de una situación preexistente en la que ha sido importante la debilidad del Presidente dentro del oficialismo".
No caben dudas, que las razones que alimentan la desconfianza generalizada de la población son políticas. Tienen que ver con el rumbo y la gestión. El Gobierno ni siquiera pudo hacer lucir el acuerdo por la deuda externa y el triunfo se le diluyó abruptamente, por torpezas inexplicables en la comunicación oficial.
Por estas horas, nadie puede discutir que el termómetro de expectativas en la Argentina se llama dólar. En sí mismo no es un problema, es un instrumento de medición de la fiebre. Por eso, las medidas para reprimir el interés por la divisa son de vuelo corto.
Hay muchos argentinos de clase media que otra vez, y como sucedió en el pasado, están preocupados por el futuro de sus ahorros en dólares y se anotan en los bancos para retirarlos. Temores infundados, según la cátedra económica, por las reglas estrictas de liquidez que deben cumplir los bancos. También suenan exagerados para los analistas políticos, que advierten que una expropiación lisa y llana a los ahorros de los argentinos pondría en peligro la propia estabilidad del Gobierno y los proyectos futuros de sus protagonistas.
El problema hay que buscarlo en otro lado: lo que intranquiliza es la ausencia de una hoja de ruta clara. Un plan o un acuerdo económico social de todas las fuerzas con tres o cuatro políticas de Estado de aquí a 10 años. Pero hasta acá, el oficialismo lo ignora y vive su día a día.
El fantasma del "que se vayan todos" pulula por las calles. Algunos racionales, moderados o dialoguistas temen que cualquier disparador pueda activarlo. La bochornosa situación sexual con su pareja, protagonizada por el diputado oficialista salteño Juan Ameri, en medio de una sesión parlamentaria, constituye un triste y preocupante aporte para la causa de la antipolítica. La rápida reacción de Sergio Massa, como presidente de la Cámara, apenas logró atenuar el daño. La potencia escandalosa de la imagen y las explicaciones del legislador lo hacen irredimible ante una ciudadanía que atraviesa penurias de toda índole.
Si la moneda marca la confianza en un país, debemos inferir que hace muchos años los argentinos no confíamos en los dirigentes políticos, ni en sus políticas. Su caída estrepitosa se puede resumir así. En 1998, un dólar equivalía a un peso. Desde 2003 hasta 2006, un dólar valía 3 pesos. En 2010, un dólar ya cotizaba a 4 pesos. En el 2014, un dólar valía 14 pesos. En 2018, un dólar se conseguía por 28 pesos. En septiembre de 2019, post PASO, subió de 40 pesos a 60. Un año después, septiembre de 2020, 130/140 pesos. Con 100 pesos, recordarán los memoriosos, años atrás, se nutría un chango de supermercado en el cual no faltaban ni lácteos, ni carnes, ni frutas y verduras. Por estas horas, un kilo de pan cuesta 110 pesos.
Para peor, el ministro de Hacienda, Martín Guzman, fue a defender el Presupuesto 2021 al Congreso y él solo habló de "sarasa" (en un fallido, claro, pero lo dijo) cuando es justamente eso lo que la oposición y el propio peronismo no gubernamental le cuestiona del proyecto de la Ley de Leyes.
El problema central en la exposición del ministro de Economía fue la contradicción que representa alertar una y otra vez sobre la gravedad de la crisis, con registros inéditos de caída y al mismo tiempo suponer que el Presupuesto es un remedio en sí mismo, ajeno a la política.
Resulta extraño que una caída de la economía como la que registran los datos oficiales siga suponiendo para el Gobierno que todo es fruto de la herencia y de la pandemia, sin tener en cuenta el dato de la cuarentena en continuado y sin contar los capítulos aportados con letra propia, como el manejo del cepo al dólar en los últimos días. No hubo reflexión sobre el sustento político para salir de la crisis. El ministro expuso formalmente la necesidad de un diálogo serio y responsable, tal vez con cierto delay en el discurso, y fue a la vez repetitivo para cuestionar la gestión macrista.
La mesa contra el hambre también se ha convertido en otro espejismo, que termina en la nada o en una simple promesa de campaña.Basta con mirar los números del pasado para comprender la actual decadencia.
En 1975, la pobreza en la Argentina alcanzaba el 8% de la población. En 1983, después de casi ocho años del fracaso del gobierno militar, había llegado al 14%. En 1989, en medio de la hiperinflación, la pobreza alcanzó el 40% en nuestro país. En 1999, después de diez años de reformas económicas y un proceso de modernización del país, se logró reducir la pobreza al 24%. En 2002, después de una enorme devaluación, la pobreza llegó al 45% de la población y los ingresos de los argentinos se pulverizaron en términos de valor real.
El país volvió a crecer fuertemente entre fines de 2002 y 2008 como consecuencia de algunos factores combinados: rebote desde la crisis, un incremento extraordinario de la demanda externa determinada fundamentalmente por el crecimiento de China, aumento de los precios de los commodities y una fenomenal capacidad instalada del aparato productivo y la inversión en infraestructura de la década anterior.
Pero a partir de 2011, el país detuvo su senda de crecimiento como consecuencia de una política cada vez más estatista y un aumento irresponsable del gasto público. Hacia fines de 2015, la pobreza se ubicaba en torno al 32% de la población, una cifra que la administración que asumió entonces no pudo disminuir, en un marco de creciente inflación derivada de las inconsistencias macroeconómicas heredadas y no resueltas desde la megadevaluación de 2001/2002. En tanto, a comienzos de este año la aparición de la peste universal derivada de la pandemia del COVID-19 terminó de complicar a la economía argentina. La pobreza hoy llegaría a la inadmisible cifra del 50% de la población. Un porcentaje aún más elevado de pobres tiene lugar entre la población más joven.
Frente a esta explosión, los distintos gobiernos optaron por programas asistenciales, en casi todos los casos motivados por nobles intenciones. Pero hablar todos los días sobre los pobres no resuelve la pobreza. Una legión de “pobristas”, “hambrólogos” y expertos en políticas sociales fatigan desde hace años los canales de televisión, las páginas de los diarios y las señales radiales. Sin ningún resultado. Acaso el contrario al declarado. Cada vez hay más pobres. Una sensación de fracaso colectivo que no puede eliminarse con Mesas del Hambre son un sello, seminarios, congresos y simposios casi siempre en hoteles lujosos.
Todavía resuenan en algunas redacciones aquella frase de Alberto Fernández durante la ceremonia en el que tomó posesión del cargo ante las cámaras legislativas: "En los próximos días estaremos enviando al Parlamento las bases legislativas para institucionalizar un Consejo Económico y Social para el Desarrollo, que será el órgano permanente para diseñar, consensuar y consagrar un conjunto de políticas de Estado para la próxima década".
Son solo intenciones que se han reproducido casi a la velocidad de la pobreza que buscaban combatir.